domingo, 24 de marzo de 2013

Takashi Sugiyama



Entro a la casa de Takashi Sugiyama esperando hallarlo con su gaita, tal como lo he visto en un boliche de La Paz durante una de sus actuaciones. Pero, para mi sorpresa, lo encuentro en su salón rodeado por decenas de charangos, algunos en pleno proceso de construcción.

Colecciona, produce y toca ese instrumento típico del altiplano, que luego vende a músicos tanto en Bolivia como en Japón, y que también usan sus compañeros bolivianos de Phaxsi Qhana, el grupo de música folklórica que dirige. Con ellos voló a su país de origen para actuar. “Me decían en el avión: ‘Esto no se va a caer, ¿no?’. Y cuando nos trajeron la comida: ‘¿Esto es gratis?’”, recuerda, riendo.

Al preguntarle cuántos charangos tiene, responde: “No sé, muchos”. Se pone a contarlos, en voz alta, en su lengua materna. Enumera los del salón y también los de la habitación de al lado, “el cuarto japonés” (con una mesa baja a la que se sienta sin silla sobre el piso alfombrado).

“Tengo 113”, añade, después de un rato. ¿El motivo? “Porque me gustan”. La mayoría son del norte de Potosí, a donde viaja al menos una vez al mes para perfeccionar sus conocimientos musicales. Incluso, toca en las festividades locales, invitado por los comunarios.

Aunque perfeccionó su estilo al lado del maestro del charango Bonny Alberto Terán, aprendió observando a los músicos originarios. “Ellos no te enseñan. Te dicen: ‘Así nomás’, y se ponen a tocar”. Aunque le hubiesen explicado cómo hacerlo, al principio él no lo hubiera entendido porque llegó al país, hace 23 años, sin saber castellano. Estaba enamorado del folklore boliviano desde que, de niño, escuchó algunas canciones que unos compatriotas suyos llevaron de Bolivia como recuerdo.

También en la infancia conoció, a través de la tele, la gaita. Hace 11 años aprendió a tocarla con un tutorial. Suele practicar con alguna de las seis que tiene (cinco las compró por internet y, otra, la fabricó él mismo) en su cuarto insonorizado. Si no, los perros del vecindario le acompañan con sus ladridos.

Su pareja, Sylvie, sirve té, y Taka, como lo llama ella, agarra un charango y, aunque no sabe quechua, se pone a tocar y canta “de oído” Caripuyo torrecita. Asegura que todavía le queda mucho por aprender.


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