lunes, 22 de mayo de 2017

La Bienal de Venecia ofrece una cara más esperanzadora y menos política que en anteriores ediciones.



En este mundo nuestro, tan lleno de conflictos, el arte sirve de testigo de aquello que nos hace humanos. Es el lugar definitivo para la reflexión, la expresión individual, la libertad y la formulación de las preguntas fundamentales”. ¿Suena un tanto naíf? Es el texto que recibe a los visitantes de Viva Arte Viva, la exposición general de la 57ª Bienal de Venecia, que se reparte entre el pabellón central de I Giardini y el antiguo Arsenal de la ciudad. Lo ha escrito su comisaria, la francesa Christine Macel. Conservadora del Centro Pompidou de París, ha escogido a 120 artistas de, literalmente, todas partes del mundo y los ha dividido en nueve pabellones transnacionales. De esta forma se distinguen de los espacios que gestionan los países como verdaderas embajadas artísticas en dura competencia por ofrecer la mejor imagen posible y, de paso, llevarse alguno de los premios.

Viva Arte Viva se divide así en el pabellón de los libros y los artistas, en el de los chamanes, el del tiempo y el infinito, los dolores y los gozos, el de los colores, el de las tradiciones y hasta el de la tierra. Macel ha pretendido una celebración del papel de los creadores en la sociedad y le ha salido una defensa sin complejos de lo que algunos llamarían buenismo y otros, pensamiento positivo, que buena falta nos hace.

Hay en su propuesta mucho de sentido comunitario, de elevación del tricotado a una de las bellas artes y de defensa de las manualidades, de lo provisional y lo nómada. Y poco, aparentemente, de la dictadura del curador como figura central del arte de las últimas décadas. Aunque luego no sea tan así.

Macel ha intervenido en la selección con mano dura y sin demasiadas concesiones: la mayor parte de los convocados son autores jóvenes, de fuera del circuito establecido. Hay polacos, sirios, chilenos, noruegos, argentinos, españoles, japoneses, eslovenos e incluso inuit. Hay vivos y muertos, mucho trabajo en equipo y abundantes descubrimientos. Y también alguna que otra estrella, como Philippe Parreno, Franz West u Olafur Eliasson, que esta semana supervisaba a un grupo de “solicitantes de asilo, refugiados y miembros del público” en el proyecto Green Light, en que los participantes fabrican lámparas de luz verde mientras reciben consejo legal o clases de idiomas.

Si es cierto que el trabajo de un curador en la bienal debe consistir en ofrecer una foto fija del arte en el tiempo preciso (los años impares) en que se celebra, entonces Macel lee un presente mucho más esperanzado y menos político que su predecesor, Okwui Enwezor, quien echó mano en 2015 de la dialéctica marxista con resultados algo sombríos.

Y tal vez tenga la curadora razones para el optimismo. La bienal abrió esta semana sus puertas por adelantado a un madrugador grupo de periodistas, críticos, directores de museos, artistas y galeristas antes de permitir el sábado la entrada el público (hasta el 26 de noviembre). Se pudo comprobar que en algunos temas coinciden la exposición general y un programa de los pabellones nacionales en el que, como es lógico, hay de todo. Y eso incluye la propuesta del austriaco, en el que Erwin Wurm ha puesto un camión de ocho ruedas de pie y pide al público que haga de estatua un minuto; la del estadounidense, al que se llega tras franquear una entrada rodeada por la basura a la obra de Mark Bradford, pintor negro que dibuja una América fea y asfixiante; o la del japonés, donde uno puede asomar la cabeza en mitad de un “bosque invertido”.

Se da en esta edición una curiosa casualidad. Una sucesión de pabellones reflexionan con brillantez sobre la misma idea del pabellón nacional, al fondo a la derecha de I Giardini, donde están los espacios fijos de los 30 países que se apuntaron a la Biennale en los años 30 y 40 (los demás se reparten como pueden por el resto de la ciudad). En ellos, se pone en cuestión tanto el sentido mismo del sistema de representación nacional como sus implicaciones en un plano bastante más explícito.

El de Canadá, por ejemplo, es una ruina a la que —mientras espera ser remodelada antes de 2018— le ha salido una fuga de agua con forma de géiser con la firma del artista Geoffrey Farmer. En el de Alemania, la joven Anne Imhof eleva el suelo del edificio, igual que sucede en el de Brasil, para albergar sus performances. Y si el suizo fantasea con la eterna renuncia de Giacometti a representar a su país en estas olimpiadas del arte, Francia ha convertido el suyo en un estudio de grabación obra de Xabier Veilhan por el que desfilará una impresionante lista de músicos experimentales escogidos por el artista Christian Marclay (León de Oro en la bienal de 2013 por su obra The Clock). “Todo el material que se genere será para que dispongan de él como deseen los intérpretes”, explicaba Marclay ayer con aire de paseante despistado.

Por lo demás, Venecia luce estos días como acostumbra en tales ocasiones: sigue tomada por su ración de famosos y los turistas, con yates multimillonarios atracados frente a las exposiciones. Pero en la inabarcable cantidad de actos paralelos a la bienal que se celebran en palazzos y fundaciones tal vez se encuentre la oportunidad de encontrar algo de todo eso que Macel espera del arte.

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